De La Ceguera A La
Libertad
La vida es bella. Pero vivir duele y duele mucho.
Nuestro organismo está dotado por sistemas
que nos permiten percibir el mundo. Lo que vemos, oímos, olemos, probamos o
sentimos, es fruto de la interacción de nuestro cuerpo con el medio ambiente,
sin embargo no todo lo que perciben nuestros sentidos son experiencias
agradables, nuestro cuerpo está preparado para conservarse a sí mismo, y la
advertencia de que algo no está bien, de que algo amenaza nuestro bienestar es
el dolor.
Cuando hay dolor es porque algo anda
mal y está afectando nuestro organismo,
y este nos advierte, instintivamente el
cuerpo tarta de alejarse de la fuente del dolor. Porque si duele es que hace daño. Ahora bien, aparte de ese
dolor físico existe otro tipo de dolor: el emocional, que no tiene tanto que
ver con las heridas físicas sino con nuestros sentimientos. Es importante
recordar que no somos maquinas. Ni mucho menos autómatas, somos humanos y
tenemos el don extraordinario de amar, y cuando ese amor es violentado, herido,
maltratado o burlado entonces experimentamos un dolor profundo, y es ese dolor
el que más trabajo cuesta curar.
El dolor nos vuelve ciegos
La muerte, el fin de relaciones
amorosas, la pérdida de un empleo, lo robos, o el maltrato psicológico que
hayan tocado nuestra existencia van dejando marchas dolorosas que no se pueden
sanar con medicamentos convencionales. Un dolor de cabeza se esfuma con un
analgésico, la preocupación por un hijo que anda en malos pasos o por la
menguada economía familiar que no termina de estabilizarse no es algo que sane
tan rápidamente, no existe una cura express que quite la fuente del dolor y nos
haga sentir mejor.
El problema está en que ese tipo de
dolor emocional es cada vez más común, cada día son más y más las personas que
sufren. Con una economía en descenso. Con índices de criminalidad en aumento,
con escasez de medicinas, alto costo de la vida, con una sociedad dividida, el
dolor va aumentando día con día, y al aumentar el dolor crece también el resentimiento,
en que se siente aplastado empieza a odiar la bota que lo sepulta, el que
siente su seguridad y poder amenazado empieza a odiar a quienes se atreven a
contradecirlos. El dolor aumenta, crece el odio y nos vamos volviendo ciegos,
sordos y mudos.
Vemos solo lo que nos conviene desde
nuestro punto de vista y despreciamos cualquier opinión distinta, estamos a la
defensiva, reaccionamos con agresividad, dejamos de confiar en el prójimo y en
vez de ser nuestro hermano, mi compatriota, se vuelve mi enemigo, nuestro
contrincante, aunque viva a mi lado, en mi calle, en mi barrio, aunque pase las
misma penalidades que yo, aunque sufra las mismas cosas que yo, soy incapaz de
reconocerlo como un igual. El dolor nos hace ciegos. Y en un país lleno de
ciegos el único que gana es la anarquía.
La ceguera que el dolor ha causado en nosotros
nos hace ver la vida en un solo color, en nuestro color, y todo lo ajeno nos
resulta extraño, dudoso o irreal, nos encerramos en nosotros mismos y no le
damos cabida al otro. Su dolor ni me afecta, ni me importa. Poco a poco nos
vamos aislando y aunque vivimos en ciudades con miles de personas, sentimos que
estamos solos, que nadie nos entiende, que no hay salida y que nuestra única
defensa es atacar, herir, dañar, hacer que el otro sienta lo que yo siento, que
le duela aquello que me duele que pague con sangre lo que me ha hecho, porque
él o ella, ellos, ustedes, aquellos, estos y
todos son culpables. Es ahí donde nos volvemos verdugos que quieren
vengar su dolor a como dé lugar.
El dolor que siento, la situación que
vivo, tiene un culpable, pero ese culpable nunca soy yo. Nunca tiene que ver
con mis decisiones o mis actos. Siempre está por fuera, alguien dijo, alguien
hizo. Vemos, buscamos y cazamos culpables, pero no asumimos la cuota de
responsabilidad que nos toca. Vemos por el pequeño agujero de nuestra
experiencia y dejamos de ver el resto del mundo. Nos hacemos jueces y condenamos
a todo aquel que no piense como nosotros. Es entonces cuando terminamos de
perdernos como personas, como comunidad, como sociedad, como país.
Quien solo ve a través de su dolor jamás podrá
ver la realidad.
El perdón nos trae la vista
Ahora bien como hombres y mujeres de
fe ¿Cuál es nuestro papel? ¿Qué debemos hacer? ¿Cuál debería ser nuestro
comportamiento?
Para lograr un cambio significativo
es necesario que dejemos de ver desde nuestro dolor y nos pongamos a ver las
cosas desde otra perspectiva: la perspectiva de Dios. Esto no es una tarea
fácil incluso para los creyentes más devotos resulta muy difícil contemplar o
tratar de contemplar la vida desde otra perspectiva que no sea la nuestra.
Una rasgo bien extraño de nuestra
especie humana es creernos los dueños y señores de todo, algo así como si
fuésemos dioses, por eso queremos que todo gire a nuestro alrededor, que todo
sea para nuestro bien que hasta el mismo Dios sea nuestro subalterno y responda
con prontitud a nuestros deseos. Y cuando esto no ocurre, cuando Dios dice que
no. Cuando la vida nos arranca de la mano aquella seguridad que creíamos
nuestra, cuando se nos va la juventud, cuando mueren nuestros seres queridos,
cuando nuestras empresas fracasan entonces todos sobretodo Dios es el culpable.
Lo primero que debemos entender, es
que el mal que ocurre a nuestro alrededor no es una creación de Dios, no es que
Dios quiera que pasen cosas malas, es que el hombre encerrado en su propio
dolor genera maldad por todas partes. El mal no es creado por Dios sino
consecuencia del odio creciente en el corazón humano.
Siempre habrá quien pregunte ¿por qué
Dios no acaba de una vez con todos esos malvados y los desaparece de la tierra?
¿No acabara esto con el mal de una vez por todas? Pues la respuesta es que no.
Dios no mata a los malvados porque a
todos les ama por igual y es esta la diferencia grande, es este el punto clave
de esta reflexión es aquí donde llegamos al punto irreductible, a la
encrucijada.
Para Dios no hay buenos ni malos, el
es un padre y como padre mira a sus
hijos. Y ningún padre desea el mal de su hijos por más perversos que estos
sean. El no hace divisiones, el no ve dos bandos, el siempre ve a sus hijos.
Todos somos sus hijos, sin importar el color, la raza o la religión, sin
importar los partidos, los errores o las faltas somos sus hijos y siempre nos
dará una nueva oportunidad. Ahora bien lo que cada uno haga con las
oportunidades que Dios les da eso es otra historia.
Nuestro trabajo es en primer lugar
empezar a ver al otro como un hijo de Dios, como nuestro hermano, luego debemos
perdonar el mal que no ha hecho, pues solo a través del perdón podremos ampliar
nuestra vista. El perdón no establece relación con el otro, perdonar no te hace
amigo del que te hizo el daño pero te libera de la prisión del odio, del
resentimiento y del rencor. Para poder
superar los dolores que atravesamos tenemos que aprender a perdonar.
Perdonar al que nos daña
Perdonar al que piensa distinto
Perdonar al que defrauda
Perdonar al que engaña, al que mata y
al que viola
Perdonar, perdonar, perdonar.
Porque el arma más grande de los justos
es el perdón porque es un arma que no daña sino que sana, y la persona sanada
no es el otro sino yo. Perdonar nos libera de un peso que nunca debimos cargar.
Perdonar nos devuelve un rasgo humano que el odio nos quita, perdonar nos eleva,
nos libera, nos transforma. Perdonar no es olvidar, perdonar es más bien sanar
la herida para que ya no sangre, es recordar sin el dolor, sin la rabia, sin
resentimientos.
Pero perdonar no es fácil, no es un
remedio inmediato, no apaga las llamas del odio de una vez, así que al perdonar
debemos tener paciencia con nosotros mismos. Perdonar es un ejercicio que
requiere práctica continua, que requiere maestría. Que conlleva esfuerzo y
dedicación. Perdonar nos perfecciona y saca lo mejor de nosotros.
El día en que empecemos a ver que el
otro es un hijo amado de Dios y que perdonemos el mal que nos hace. El día en
que aprendamos a poner la otra mejilla y dejemos de ser jueces y verdugos y
comprendamos que la vida es demasiado corta y demasiado frágil para
desperdiciarla odiando. Ese día esteremos caminando hacia la felicidad plena.
Que El Buen Dios Le Bendiga
Paz Y Bien
Diac Rafa
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